Kafka en la orilla
Pero, tal como puedes ver, también soy un ser humano y también me he sentido discriminado en diversas ocasiones -explica Óshia-. Y sólo una persona que haya sido discriminada sabe lo que eso representa y lo profundamente que hiere. La herida es diferente en cada persona y en cada persona deja una huella distinta. Así que a mí nadie me gana en lo que se refiere a pedir justicia o equidad. Sólo que ya estoy más que harto de la gente sin imaginación. De ese tipo de gente que T.S. Eliot llama «hombres huecos». Personas que suplen su falta de imaginación, esa parte vacía, con filfa insensible y que van por el mundo sin percatarse de ello. Personas que intentan imponer a la fuerza a los demás esa insensibilidad soltando, una tras otra, palabras huecas. Personas, en definitiva, como esa pareja de antes. -Oshima suspira y hace girar entre sus dedos el largo lápiz-. Sean gays, lesbianas, heterosexuales, feministas, cerdos fascistas, comunistas, Hare Krishnas. A mí tanto me da. A mí no me importa la bandera que enarbolen. Lo que yo no puedo soportar es a esos tipos huecos. Y cuando se me pone uno delante no me puedo aguantar. Acabo soltando más cosas de la cuenta. Antes, por ejemplo, hubiera podido dejar que hablasen. O llamar a la señora Saeki y permitir que ella se encargara del asunto. Ella lo hubiera solucionado con cuatro sonrisas. Pero yo soy incapaz de hacerlo. Acabo diciendo cosas que no debería decir, haciendo cosas que no debería hacer. No puedo controlarme. Ése es mi punto débil. ¿Y sabes por qué? ¿Porque si te tomaras en serio a cada una de las personas sin imaginación que se te pusieran delante no darías abasto? -pregunto.
Exacto -dice Oshima. Y con la goma del lápiz se aprieta suavemente la sien-. En realidad, es eso.
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